Amanecía el 28 de noviembre de 1581. Una llamada apresurada a la campana del torno requería a la Madre para ir al locutorio.
Ella descorrió los velos negros de la grada. De repente, todo su ser se sintió como convulsionado por un impacto fortísimo al cruzar su mirada con la de aquel frailecillo santo que, años atrás, había penetrado en el camino de su vida después de un encuentro inolvidable en Medina del Campo. ¡Fray Juan de la Cruz!.
El Padre, señalado todavía por el recuerdo de jornadas amargas, enflaquecido y pálido, fijó sus ojos en la figura de la Fundadora, apenas adivinaba al otro lado de la reja en la penumbra de la estrecha habitación. Unos instantes de silencio, acaso velados por las lágrimas. La Madre sabía que debajo del áspero sayal recosido de su primer fraile descalzo, se escondían las señales indelebles de nueve meses de martirio. Los azotes descargados con varas sobre aquella carne inocente habían dejado cicatrices que le durarán hasta la muerte. Después, cuántas cosas... Viajes, fundaciones, visitas, también dulzuras mística inenarrables. Los dos sabían mucho de eso. Ambos reformadores poseían la experiencia de la cruz y de la gloria de Cristo. Los dos se podían comprender, más que nunca, con sólo una mirada. Pero hoy Fray Juan venía a algo más. No se trataba únicamente de recordar hazañas pretéritas que nunca volverían. Él requería la presencia de la fundadora para una nueva empresa: fundar un Carmelo en Granada.
La Madre bajó su cabeza, entre triste y decepcionada. Imposible, Padre Fray Juan. Gracián la había comprometido para levantar otra casa de la Virgen en Burgos. En su lugar irían dos hermanas de las más valiosas de su comunidad: Maria de Cristo y Antonia del Espíritu Santo.
En carta al Padre Gracián comentaba al día siguiente:
-Hoy se han ido las monjas, que me ha dado harta pena y dejado mucha soledad.
(Cta. 406,1)
La anciana fundadora no se curaría jamás de sus achaques de amor. Detrás de esa escueta frase, cuantos desgarrones se escondían. Y no sólo por la despedida de sus monjas. Con ellas se iba, ya para siempre, de su lado, el dulce frailecico de Duruelo, Fray Juan de la Cruz.
(San José de Ávila, rinconcito de Dios, paraíso de su deleite. Monte Carmelo, 1998).
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