Vivimos en un mundo en crisis y de multiples cambios, tratemos por un
segundo imaginar como debieron vivir los habitantes del siglo XVI su
propia convulsionada época. Este siglo de oro permitió el florecimiento
de la mística española con San Ignacio, Santa Teresa y San Juan de la
Cruz. Sin embargo, este esplendor estaba
manchado de sangre: la sangre de los indígenas americanos y los
esclavos negros por un lado, y la sangre de los encarcelados por la
Inquisición y por la expulsión de los moriscos, por otra.
La
Iglesia necesitaba ciertamente una reforma. En España, sin embargo, los
reformadores eligen hacerlo desde el interior de la Iglesia a pesar de
la tentación de ésta de situarlos fuera. Santa Teresa de Jesús brilla
con fuerza en este contexto.
Santa Teresa desde joven, como
otros de su tiempo, vive con preocupación las noticias de los conflictos
de religión que llegan desde el centro de Europa y en concreto desde
París con la irrupción de los Hugonotes. Sin embargo, durante la época
en que la Iglesia decide tomar la iniciativa para reformarse a través
del Concilio de Trento, Teresa tiene 30 años y vive centrada en sí
misma, angustiada por su propia crisis personal. Mientras no resuelva
ésta, mientras no salga del túnel interior de su alma, no podrá
plantearse la reforma de los conventos. Su vida partirá pues de una
reforma interior que irá desplegándose hasta llegar a ser una reforma
exterior que afectará a toda la Iglesia.
Esta primera crisis,
la vive ella en el interior del convento siendo ya monja carmelita. No
entró con ilusión sino con resignación, con voluntad de soportar unos
sacrificios menores que los de un purgatorio estricto que se merecería
si siguiera otro tipo de vida.
Su “conversión” no es pues una
conversión hacia el cristianismo viniendo de fuera, sino una con-versión
(un volverse hacia) desde dentro hacia la profundidad. Ella tiene que
superar obstáculos como la prohibición de leer ciertos libros en lengua
vernácula. En ese momento ella recibe la fuerza de Jesús que le dice:
“No temas, yo seré para ti un libro vivo”.
Asentada en la roca
de la superación de esta crisis, tiene fuerzas para enfrentarse con la
reforma de los conventos carmelitanos fundando uno nuevo donde se
destierra la diferencia de clase entre las monjas, y donde la búsqueda
de una oración profunda, personal y unitiva no cae en la tendencia
“quietista”, es decir, en aquella tendencia y tentación de alejarse del
mundo, de los problemas, y del hermano necesitado, con la excusa de la
búsqueda de silencio. Ella, en cambio, ayudada por buenos confesores
jesuitas, descubre la humanidad de Cristo y cómo ésta se encuentra en
los más pobres.
Santa Teresa es una mujer fuerte capaz de
resistir terremotos. Por eso pudo soportar la doble suspicacia que
producía: por ser mujer y por ser mística.
Con su lenguaje
popular de la época (que por eso es más difícil de leer que el culto y
cuidado lenguaje de San Juan de la Cruz) escribe este texto de fina
queja femenina ante el trato recibido por los clérigos, todos hombres:
“(…) [a las mujeres] las favorecisteis [Señor] con mucha piedad, y
hallasteis en ellas tanto o más amor que en los hombres, pues estaba
vuestra sacratísima Madre en cuyos méritos merecemos lo que desmerecimos
por nuestras culpas… ¿No basta, Señor, que nos tiene el mundo
acorraladas, que no hagamos cosa que valga nada por Vos en público, ni
osemos hablar algunas verdades que lloramos en secreto, sino que no nos
habíais de oír petición tan justa? No lo creo, Señor, de vuestra bondad y
justicia, que sois justo juez y no como los jueces del mundo que, como
son hijos de Adán, y en fin, todos varones, no hay virtud de mujer que
no tengan por sospechosa. Sí, alguna día ha de haber que se conozcan
todos… no hablo por mí pero veo los tiempos de manera que no es razón
desechar ánimos virtuosos y fuertes, aunque sean de mujeres”.
Viqui Molins
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